Lo encontré. Y fue como encontrarse con un viejo amigo con el que no hablabas desde hace mucho tiempo, y si lo pienso bien ni siquiera recuerdo la razón.
Atendía cada sonido con miedo, como si todavía pudiera hacerle daño, sus profundos ojos estaban aún brillantes por las lágrimas que debían ser ya polvo en aquel antiguo suelo que llevaba tanto tiempo sin pisar.
Me acerqué más, comprobé que ciertamente estaba vivo, respiraba muy despacio, como un anciano castigado por los golpes de la experiencia, pero, como viejo soldado de guerra, mantenía los músculos en tensión, más nervioso cada vez que daba un paso más hacia él.
Intenté dedicarle una mirada de confianza, esa que hacía mucho lograba calmarle y dejarle dormir como un cuento con final feliz a un niño pequeño, mi mirada había sido su lamparita de noche asustando la oscuridad que ahora parecía su más fiel aliada.
Se pegó a la pared de hielo, sin posibilidad de escapar de mí, intentado tal vez fundirse con ella en un desesperado intento de que no le hiciese sufrir más.
Parecía tan cansado...
Entonces me acordé de nuestra última conversación, y me dí cuenta de que lo traté muy mal. Le obligué a seguirme ciegamente, y sus ojos claros se volvieron tinieblas para postrarse a mi merced. Le instauré mi religión, le dije que creyese que nada podía salir mal, para que cruzara por un puente de tablas mal sujeto y podrido por la carcoma que yo necesitaba pasar. Recuerdo que, a pesar del miedo a las alturas que yo sabía que siempre había tenido, lo hizo. Fue detrás de mi, comportándose como solo lo haría un mejor amigo.
Recuerdo que le prometí sonriente que no le abandonaría nunca después de aquello, que siempre miraría por los dos y estaríamos juntos, que nunca perdería la fe ni necesitaría perderla.
No debí hacer eso. No debí prometer lo que no podría cumplir. Porque más adelante, cuando el puente se rompió y caímos juntos, no pude soportar su dolor, no supe seguir siendo sus ojos ni continuar con mi religión, no creí que fuera posible ayudarle para sobrevivir ni ayudarme a mi, y nos dí por muertos.
Cada uno nos ahogamos por nuestra cuenta.
Más adelante encontré una orilla, pero no quise volver a buscarle. El dolor me mantendría viva mejor que sus latidos en mi pecho cada noche, y el recuerdo sería mi pulso día a día para no seguir el mismo camino.
Es irónico que ahora estuviera frente a mi, y en vez de odiarme temiera el poder que una vez ejercí sobre él. Me arrodillé a sus pies e hice que palpara mi boca sellada con hilo negro.
No se mostró más espantado de lo que ya estaba por notar mi presencia en su refugio, que seguramente pensaba que jamás hallaría o al que por nada del mundo querría ya ir, pero sí se mostró curioso por lo que intuía que aquel sello en mis labios quería decir.
Le tendí la mano. Había ido a por él, y estando ciego y yo muda jamás le podría volver a mentir, o en todo caso al menos no podría verlo. El silencio nos haría felices a los dos.
Debió de pensar lo mismo, porque finalmente tomó mi mano y me siguió, cojeando, lejos del frío de la pared, de la suciedad y el abandono que había en aquel lugar, al calor de la luz de la que ya no era consciente.
Le apreté fuertemente contra mi pecho, y sin palabras, mi Corazón entendió que le pedía perdón.