Dan miró el reloj otra vez. Iban a dar las doce. Cerró los ojos, con un nudo en la garganta, para no salir corriendo de la estación. Apretó fuerte la bolsa contra su pecho, y agarró entre las sudorosas manos el billete.
El panel de salida indicaba que pronto podría emprender su vuelo. Pero sentía que las alas que crecían le destrozaban la espalda.
Miraba constantemente la puerta. Quería correr, volver atrás. El miedo era un grito hundiéndose en lo más profundo de su estómago. Un monstruo que intentaba abrirle las tripas para asomar la cabeza.
No esperaba a nadie, pero aún así no quitaba el ojo de la salida. No dejaba a nadie atrás. No había nada que dejar atrás. Pero... conocía esa ciudad, conocía lo que había allí. ¿A dónde iba?
Temblaba tanto que el niño que tenía al lado le dio la mano a su madre, preocupado.
Dan le sonrió, pero no fue una sonrisa feliz. Quería llorar.
Apretó el billete entre las manos hasta hacerse daño. Solo tenía que dar el último paso, cruzar el límite. Ir al único lugar que quedaba para ella, donde nada podría encontrarla. Aunque otro impulso la empujaba a salir corriendo de la estación y volver a su conocido mundo de nadas.
El corazón le latía a mil por hora ante lo desconocido. Los ojos se le nublaron al mirar de nuevo el panel de salidas, por las lágrimas que habían logrado inundar sus ojos, transformándolos en cristal.
Bajó la vista a su escuchimizado cuerpo. Estudió atentamente sus viejas botas militares y las escondió bajo el asiento, avergonzada.
Sentía que tiritaba de frío, tenía la espalda erizada como un animal alerta, que espera ser atacado en cualquier momento. Debía estar muy pálida, sus miradas seguramente parecieran súplicas de auxilio, porque la gente que pasaba la miraba con pena.
Solo necesitaba... ¿qué? ¿qué necesitaba? Daneler Rei, ¿qué estás haciendo?
No podía elegir. Tenía que irse. Se marchaba al lugar que la llevaba llamando tanto tiempo. De alguna forma, iba por fin a casa. Era su destino, el único, el mejor.
El destierro es un buen final para un maldito. No lloraría ahora. No ahora.
Las pocas personas que habían elegido su vuelo se fueron acercando a la puerta de embarque.
Un escalofrío le recorrió la espalda. No estaba segura de tener la suficiente fuerza para levantarse. No creía poder dar un solo paso. Su propia debilidad la desalentó. ¿Solo era una pobre culebrilla asustadiza, de verdad?
Y, como siempre en esos casos, se concentró en respirar y tranquilizarse, pensando en sus ojos. Unos ojos que la contemplaban con cariño, con amor, con confianza. Unos ojos.
Se levantó, por fin, y se limpió con el billete la lágrima que caía por su mejilla. Sus piernas temblaron peligrosamente, amenazándola con tirarla al suelo.
Dio la espalda a la salida y caminó lentamente, como un cervatillo recién nacido, frágil y asustado, hasta el lugar donde se encontraban los demás.
Le pareció reconocer aquellos ojos en todas las miradas, sintió que se duplicaban por momentos. No es así. No es así. Se frotó fuertemente los párpados. Vuelve. A la realidad. Vuelve.
Oyó de lejos la llamada por los altavoces. La puerta de embarque se abrió.
El corazón se le iba a salir por la boca en cualquier momento, los labios le vibraban con cada arcada.
- ¿El perro va con usted?- le preguntó la azafata cuando cogió su billete, casi arrancándoselo de la mano.
Daneler sintió un jarro de agua fría encima. Una bofetada. Lo real. Como si despertase de una pesadilla. Dirigió la vista al suelo, justo a su derecha, donde la mujer le señalaba. Asintió como por inercia.
- Tiene que meterlo en una de las jaulas especiales...- siguió diciendo la mujer.
Dan levantó el cachorro que jugaba entre sus botas de las blanquísimas baldosas del suelo. La pobre bola negra resbalaba en cada paso que intentaba dar, agarrándose con los dientes a sus cordones. Otro perdido más. Otro sinsentido. ¿Qué más daba ya?
- No sabía, lo siento, es tan pequeño...- buscó esas jaulas con la mirada perdida. Debía tener fiebre. No sabía lo que hacía.
- Da igual, no le da tiempo. Puede llevarlo en su bolsa.
Dan, temblando, se agachó para abrir la cremallera. Sudaba tanto que apenas conseguía sostenerla entre los dedos. Dejó que el perro se deslizase dentro con la suavidad de una pluma y volvió a ponerse en pie.
La azafata le devolvió su billete y le indicó algo así como que ya podía embarcar.
Echó otra mirada atrás, sin recordar ya el lugar donde se encontraba la puerta de salida. Como si esperase algo.
Mientras el panel de salida cambiaba, una vez avisada la partida en letras grandes, Daneler atravesó la puerta, diciendo adiós al mundo.
Sus ojos ya no verían más, pero su mente dibujaba el hogar. La tierra que solo acoge a los que el fuego ya no quema. El lugar donde se pierde el recuerdo, para aceptar que el sueño ya pasó. El territorio del descanso eterno, donde se vive la muerte por morir en vida. La Última Frontera.