Dicen que el color amarillo siempre trae mala suerte. Yo no lo sé, porque nunca he tenido suerte de ninguna clase. A mí lo que me pasó, es que mi curiosidad me llevó a separarme del resto, a seguir un camino de baldosas amarillas. Caminé, caminé hasta el final, y cuando ya no era posible la vuelta atrás, me di cuenta de que mi piel, mi propia piel, se había teñido y era amarilla.
El enfado solo duro unos segundos, comparado con el tiempo que estuve triste, mirando al mar, sin atender a otra cosa. Busqué un buen lugar en el precipicio para sentarme y esperar a que se me pasara la melancolía. Pero ni las olas más altas podían limpiarme.
Hay gente que piensa que todos tenemos un destino, un camino de baldosas amarillas. Yo solo creo que, como a los cuervos, me fascinó el brillo del puto color y desvié mi rumbo. No me malentendáis, no me arrepiento. Solo me encojo de hombros. Tampoco pienso que mi futuro fuera a ser mucho más bello que este. Después de todo, soy la chica que nunca se reía, que se tapa la boca. La que al llorar, se echaba más pintura por encima. La que todo lo tira. La invisible. La que en cualquier lugar se caía dormida. La que ve belleza en los lugares más insospechados. La inocente tonta. La que se siente culpable de cualquier cosa. La que nunca aprendió a cuidar de sí misma, y enseguida se rompía. La fiel. La flor amarilla.
Así que este es mi lugar. Creciendo tras el mundo, guardándole la espalda, siempre detrás para contraponer, para sujetar. Lo único que recuerdo de llegar aquí fue la oscuridad. Era como caminar por un túnel, sin saber si hay salida, llena de miedos y arañazos, cuando todavía pensaba que podía recuperar mi piel . Sé que abrí unas puertas con toda la rabia que fui capaz de enfocar. Y ahora, cuando me siento sola, las rocas me abrazan. Yo no les digo que me hacen daño. No hay nada en mi cabeza. Solo paz.
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