Céntimo a céntimo levanté un castillo,
y me pareció precioso.
Un golpe de viento tiró sus murallas,
y de sus cimientos quedaron
las ruinas más bellas jamás encontradas.
Me dijo un experto que aquello era arte,
y con dinero pretendió comprarlas.
Yo las cambié por polvo que se las llevara.
Me quedó entonces tan solo un recuerdo,
y del recuerdo cenizas en el alma.
Pensé en el reducto del fuego fundido
que diseñó mis maleables monedas oxidadas.
Pensé luego en mi saquillo de arena,
al que ningún calor le pudo criar malvas,
y en el recuento final me sentí pagada.
Tuve lástima por el comprador experto
que se llevó la escurridiza materia utilizada.
Le pinté por compensarle en la arena agua,
y me dijo que aquello no valía nada.
Me pregunté entonces si era de mi especie, cuál era su raza.
Pero no quise ofenderle y bajé la mirada.
Por burla me regaló un cardo y le dí las gracias.
Se extrañó, le dio miedo y no volvió a buscarme la cara.
Mi cardo borriquero como oro pesaba,
lo planté en el polvo y me quede esperando a ver qué pasaba.
Siguió ahí durante siglos,
mientras se pudrían todas las demás plantas.
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