Era un hombre viejo, envuelto en mil arrugas, su mirada siempre estaba surcada por mil sombras que nada tenían que ver con su sombrero, y por su cojera los niños del pueblo decían que había sido capitán pirata años atrás. Jacob no tenía amigos. No hablaba con nadie. Siempre estaba solo.
Como cada tarde, no tardó más de media hora en cumplir su cometido, echar un vistazo al huerto y emprender el retorno a la pequeña choza que llamaba casa.
Los demás agricultores le miraban de reojo cuando atravesaba por los campos, terminada su faena, mientras ellos se tenían que esmerar en colocar sus espantapájaros. Y es que las aves jamás habían atacado la huerta de Jacob, pero se habían cebado con las plantaciones del resto del pueblo.
Los más viejos decían que tenía un pacto con los cuervos para que cuidaran de noche sus tierras, y que durante el día era un águila quien sobrevolaba la cosecha para que ningún animal osara comerla. ¿Por qué se comportaban los animales de aquella manera? Las teorías acerca del pacto eran muchas, pero nadie osaba hablar de ellas delante del viejo pirata, por temor a que esa cara cicatrizada les mirara siquiera.
Fuera como fuera, aquel año los pájaros estaban más violentos que nunca con las huertas. Algunos de los más charlatanes y envidiosos juraban haber visto a los cuervos guiando a las aves hacia las tierras donde podrían comer, todas aquellas donde pareciera haber aún un hombre trabajando, allí las dejaban dar rienda suelta a su apetito entre escalofriantes graznidos, que decían, eran casi como auténticas risas humanas, astutas y malvadas.
Cada día que pasaba, al paso de Jacob más se oían rechinar los dientes de los demás trabajadores de pura rabia, mientras trabajaban en sus espantapájaros, haciéndolos cada vez más más realistas.
La imaginación de los hombres se acrecentaba cada noche en la taberna, tal era su ira contra el viejo pirata que nunca perdía una sola pieza de la cosecha.
Y así fue como por fin, una noche de luna llena, ocurrió la tragedia. Borrachos de envidia, cegados como fieras por la sed de venganza, inventaron la historia que les transformaría en bestias.
"Es un maldito pirata. Sus hombres, hartos de él, le abandonaron en un bote en el mar, y tras tres meses sin comer, prometió su alma al mismo diablo para no morir. El mismo demonio vela por él para que jamás vuelva a pasar hambre, hasta el día en que muera y cumpla su promesa".
Viendo en esta versión la escusa perfecta, dejaron que el pánico invadiera a mujeres y niños y se decidió, con la única intención de proteger la aldea, que aquella sería la única noche de Jacob en la tierra.
Lo sacaron de su choza y le llevaron a su propia huerta. Allí le cortaron las piernas, lo vistieron con chaqueta y sombrero, y lo crucificaron mientras chillaba pidiendo clemencia. Le cortaron la lengua y le dejaron morir.
A la mañana siguiente, nadie en el pueblo parecía recordar lo que había ocurrido. Jamás nadie volvió a mencionar a Jacob. Todos quitaron orgullosos sus espantapájaros, pero nadie quitó aquel que parecía mirarlo todo, realista y espeluznante, desde las tierras del viejo lobo de mar.
Creyeron haber vencido, pues una alondra empezó a posarse todas las tardes en el brazo del cadáver a cantar. Pero nada más lejos de la realidad. Los pájaros tuvieron aún menos problemas para evitar las tierras que no debían comer, gobernadas por un único espantapájaros. Se dedicaron con violenta locura a devorar el resto, y pronto el pueblo se vio obligado a desaparecer, quedando por fin solo en aquellos campos todas las aves de reinas velando a su capitán.
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